Opinión
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Lo sucedido el miércoles 21 del presente mes de mayo en San Bartolo Ameyalco (Distrito Federal), donde más de un centenar de policías resultaran heridos por una turba de salvajes perfectamente organizada, varios de gravedad; no solamente deja averiguaciones criminales que hay que desahogar hasta llegar con los culpables y hacerlos cumplir sus delitos tras las rejas. Lo cierto es que los sucesos desenterraron hechos que creíamos desaparecidos para siempre.

Cuando Hernán Cortes y sus huestes conquistan a los aztecas, entre las experiencias vividas es que se topan con pueblos del centro verdaderamente indomables que aprovechan su llegada para rebelarse contra el imperio local.

Detrás de los conquistadores venían providencialmente los misioneros, muchos de ellos verdaderos hombres de Dios comprometidos con los intereses del Reino de los cielos por encima de los de España, quienes se encargan de predicarles las buenas nuevas de Dios y de su hijo Jesús “el Cristo” (Mesías). Y aun cuando la fe quedó contaminada sincréticamente por causa del paganismo de los lugareños, la verdad es que muchos de ellos creyeron genuinamente en Dios y la paz comenzó a reinar en muchos pueblos y por mucho tiempo.

Lamentablemente los cristianos nominales que por lo general son mayoría o siendo pocos tienen poder, oprimieron por siglos a los diversos pueblos que integran este país llamado ahora México. A principios del siglo XIX Miguel Hidalgo y Costilla, hombre ilustrado y liberal (doctor en teología) se indigna del trato concedido por españoles y criollos ricos a sus trabajadores (les consideraban esclavos) ya que además de condenable era totalmente contrario a las creencias cristianas que decían profesar.

Como todos los mexicanos sabemos, la noche del 15 de septiembre de 1810 adelantan su movimiento y tocan a rebato las campanas de la parroquia de Dolores iniciando así la lucha de Independencia. El problema es que una cosa son las ideas del pensador y otra muy distinta los hechos y acciones de la turba. Las matanzas y degollinas de españoles realizadas por la turba de indígenas en Guanajuato, Morelia y otras ciudades horrorizan a Hidalgo, quien ante el temor de que repitieran semejante conducta criminal se detiene en las goteras de la capital (cerca de lo que es actualmente Santa Fe), prolongando con su indecisión la guerra por una década más.

Hidalgo convoca mediante las campanas de la Parroquia para acabar con la opresión, con los abusos de españoles y criollos (siendo él mismo uno de ellos). Sin embargo la lucha tomó rumbos no calculados por el doctor en teología que muchas veces le sumían en la más profunda depresión al contemplar el salvajismo de los que hasta entonces había conocido como humildes y sumisos, pero que al sentir apenas el aviso de liberación, muchos de ellos sufren una horrenda metamorfosis hasta convertirse en criminales sin entrañas de misericordia. Quien niegue lo anterior es que desconoce nuestra historia.

Las escenas vistas en la televisión ese miércoles, en las que todo un pueblo pertrechado y perfectamente organizado para acabar con algunos centenares de policías (que en la actualidad el gobierno capitalino les ha quitado toda dignidad humana y autoridad, convirtiéndoles apenas en monigotes de feria al que cualquier individuo puede apedrear, golpear u ofender), nos lleva a pensar; cuando menos a quien esto escribe, que al abandonar un gran porcentaje de mexicanos la fe de sus padres y abuelos, retornó el fantasma de las tribus indomables de la época de la conquista.

¡Los genes son los genes y si no hay un espíritu que domine positivamente a un pueblo o sociedad con principios y valores, salen los fantasmas! Lo visto esta semana en la televisión en San Bartolo Ameyalco es escena repetida. La entrada de las tropas norteamericanas a la capital en 1847 así lo demuestra: “La mayor parte de los rebeldes, de acuerdo con los testimonio mexicanos y estadounidenses, habría pertenecido al bajo pueblo capitalino y no a las elites políticas más involucradas en la guerra internacional…  las armas conspicuas de los rebeldes fueron las piedras de los pavimentos metropolitanos, que el gobierno del Distrito Federal había ordenado levantar y situar en las azoteas de la ciudad apenas unos días antes del 14 de septiembre” (Luis Fernando Granados, Sueñan las piedras, Era/Conaculta/Inah, México 2003, pág. 20).

Emboscar a las tropas, piedras y azoteas, es decir, mismo y centenario método. El problema en este caso es que llegaron las fuerzas del orden para evitar el saboteo de una obra social de agua potable. Ninguna tropa extranjera amenazaba a los pobladores de San Bartolo. En otras palabras no existe justificante alguno para semejante rebelión social.

En las averiguaciones ya se habla de los barones de las pipas de agua que vieron con la introducción del agua potable el riesgo de que merme o acabe su millonario negocio. Sea esta o no la causa principal del levantamiento, gobierno y gobernados debemos de hacer un alto y analizar con detenimiento lo sucedido en este poblado capitalino. Conocemos hasta el cansancio la exigencia de las masas a todo tipo de servicios y beneficios sociales y que no existe presupuesto capaz de suplir a tanta necesidad, real o ficticia. Como también conocemos de su violencia y salvajismo de estos pueblos: desde la conquista hasta su reaparición más o menos reciente.

Durante los años de los gobiernos posrevolucionarios hubo paz, como también había temor de Dios entre los mexicanos, y sentido y ejercicio de autoridad por parte del gobierno. Y aunque la mayoría de los mexicanos desconociera el contrato social derivado de la Constitución Política de 1917, de manera tácita cada quien lo entendía y asumía su parte, es decir, sus deberes.

El problema es que de Ernesto Zedillo en adelante, pero sobre todo de Vicente Fox y Felipe Calderón hasta el presente día, la violencia en México ha tomado carta de radicación. Todo mundo exige protección a su persona y bienes, pero pocos quieren asumir sus responsabilidades sociales. Como Nación no podemos permitir que cualquier turba, por muy numerosa que sea, imponga su deseo a los demás por encima de la ley y el orden.

Es tiempo que gobierno, universidades, escuelas, credos religiosos, pero sobre todo las familias, nos demos cuenta de que estamos retrocediendo con rapidez. Que a 500 años de la conquista estamos quedando en las mismas circunstancias ¿Será esto lo que queremos los mexicanos, o es tiempo también de ponernos de acuerdo y revisar el contrato social para que cada uno asuma sus responsabilidades? ¿Usted lector qué opina?

¡Hasta el próximo sábado, si Dios nos permite!

e-mail: mahergo50@hotmail.com

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