Opinión
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Antes que periodistas somos personas y como tales podemos expresarnos. Es legítimo y necesario. La epidemia que nos azota ha cambiado casi totalmente nuestras actividades, las de todos, rutinas, diversiones, economía, planes, visión a futuro, etcétera. Como escribí en artículo reciente, “un bicho invisible le bajó los humos a la humanidad entera, coronándose como rey a pesar de su tamaño y ser invisible al ojo humano”. ¡Qué paradoja!

Así que hoy me limito a compartir con los lectores, muchos de los cuáles a través de los años (esta columna tiene más de tres décadas) se han convertido en amigos no conocidos, en confidentes mutuos de lo que sucede en nuestro mundo y entorno, de manera que podemos charlar en confianza las cosas que nos pasan. En particular, comentar pensamientos y reflexiones tenidos durante estos días de encierro. Un encierro extraño en el que el gobierno nos quiere tener recluidos a los que respetamos la ley y a los delincuentes soltarlos.

Extraño en todos los sentidos pues nos han recluido a los sanos y a los enfermos no los buscan. El gobierno no ha querido gastar en pruebas para detectar a contagiados y portadores, cuando, por decir algo, ha gastado más de un millón de millones de pesos en Pemex, dinero tirado a la basura. Pero no ha querido gastar en pruebas.

La primera cosa en que he pensado es en la libertad ¿Qué ha quedado o en qué se ha convertido esta bendición? No poder ir a visitar a nadie ni ser visitado, no poder salir a un restaurante, ni siquiera a tomar una taza de café y tener tiempo para leer o charlar con alguna amistad, prohibido salir al parque a caminar (aunque nuestra salud lo requiera). Recluidos a manera de detención domiciliaria, aunque se entiende la razón, pero no los métodos utilizados para detener la epidemia.

El no poder convivir con los hijos y los nietos se ha convertido en una desgracia. Una de las mayores bendiciones que Dios nos ha concedido en la vida son ellos: hijos y nietos, que debido a esta plaga coronada no los podemos ver, mucho menos abrazar y besar. En mi caso personal este ayuno de afectos se remonta hasta el mes de diciembre pasado, en que me operaron de corazón abierto y para evitarme contagios de cualquier enfermedad, me prohibieron las visitas y cuando ya pude tenerlas, de lejos y con cubrebocas. De manera que el ayuno de afecto se ha prolongado, sumiendo esa parte de mi vida en un árido desierto cuyas únicas voces son las de la televisión, los diarios y la radio; todas hablando a todas horas y desde todos los ángulos posibles del coronavirus. Así que me levanto, desayuno, como, ceno y me acuesto y todas las voces que escucho son las mismas, hartazón para mi espíritu.

Algo que también me ha sorprendido, y sin duda a la mayoría de mi generación y las anteriores, es el ataque brutal del virus contra los viejosTal pareciera que estorbáramos, que las pensiones son una carga y los bichos microscópicos se estuvieran encargando de hacer el trabajo sucio. No creo en conspiraciones ni cosa por el estilo. Pero no dudo nada de los políticos (de todo el mundo), que sin duda no se tentarían el corazón para iniciar una guerra bacteriológica ante la imposibilidad de hacerlo de manera convencional. Ver en la televisión las muertes en asilos y hospitales de Italia, España, Francia, Inglaterra y Estados Unidos me dejó profundamente pensativo. Y es que, no creo que los virus tengan ojos para buscar viejos, lo que sí creo es en la manipulación humana en los laboratorios. Abruma pensar que los gobiernos estén gastando verdaderas fortunas en respiradores (cuyos precios suben con el mayor descaro de acuerdo a las leyes de oferta y demanda) cuando los que son conectados a esos aparatos mueren en un 80 por ciento. Pienso más ¿Por qué nadie habla de buscar una cura ya, pues sólo de habla de vacunas a futuro?

     Los pensamientos no paran, hornos crematorios (ahora llamados de incineración para no evocar a los nazis) atestados de cuerpos, cuando se pueden sepultar de manera inmediata y sin contaminar la atmósfera. Incluso pienso en esas personas que reclaman airadas y en medio de llantos desgarradores, los cuerpos de sus difuntos fallecidos en hospitales de gobierno y luego, en sus casas, algunas, claro, no todas, velando al cuerpo con banda a todo volumen y embriagándose todo mundo sin guardar sana distancia ni observar ninguna medida de protección. El llanto del día anterior ahora en risa matizada durante el velorio, provoca pensar qué sociedad es esta.

¿La vida en qué se está convirtiendo, cómo la vemos hacia atrás y cómo la estamos planeando hacia adelante? La respuesta es parcial y respecto al futuro no es fácil. Como creyente he observado atentamente las expresiones sociales respecto a Dios, del lugar que le conceden las mayorías y francamente ni le mencionan. Siendo el único que tiene las respuestas esenciales, seguras y eternas ante la vida presente y futura, Dios ha sido sacado de los planes de la humanidad. Y no me refiero a la ciencia, cuyo trabajo también ahora resulta cuestionable.

Y cómo no cuestionar la ciencia actual (después de haber tenido gigantes de la talla de Antonio Van Leeuwenhoek, Lazzaro Spallanzani, Luis Pasteur, Roberto Koch, etcétera), que antes de buscar la cura para el coronavirus están afanados por la vacuna. Lo urgente es la cura. Luego la vacuna ¿o hay otros intereses que los simples mortales desconocemos?, pienso.

Comprar cosas, ¿para qué, me pregunto? Y eso si se tiene la posibilidad de hacerlo, aunque sea con la tarjeta de crédito, ya que más de la mitad de nuestro prójimo en este país no puede hacerlo. En este momento, y no es asunto depresivo, ¿para qué se desea una camisa o un pantalón nuevo? Realmente para nada. Las necesidades ahora resultan otras y comprar además de innecesario ha pasado a otro plano, ni siquiera segundo. Y ante esta reflexión y entendido que edades y generaciones ven este mismo tema con diferente óptica ¿qué tanto afectará en el futuro reciente al comercio? Me queda claro que las prioridades se han modificado.

De no ser porque en estos días de encierro he tenido largas lecturas de la Biblia que han dado fuerza y alimento a mi espíritu, asociadas a otras lecturas por demás enriquecedoras, ciertamente que esta reclusión domiciliaria sería insoportable. Al momento de escribir estas reflexiones tengo ya 61 días encerrado; agradezco a Dios por la vida y compañía de mi esposa, mujer con la que he caminado ya medio siglo. Ella también ha sido parte de las pocas bendiciones durante este encierro, de compartir juntos ideas, puntos de vista, reflexiones, pues a final de cuentas el matrimonio es el acoplamiento total de dos personas provenientes de dos educaciones y visiones distintas hasta formar un solo ente y destino, y estos días de encierro han sido como crisol. Para los que se casaron por amor y han querido mantener ese camino el matrimonio es la unidad plena. Para los que lo hicieron por otros motivos o en el camino renunciaron al amor, los pleitos y el divorcio. Y es que, el amor tiene un precio muy alto, pero paga los mejores dividendos, dividendos que jamás pierden su valor. Al contrario, ya que ni siquiera la muerte es capaz de extinguirlos pues el amor de Dios no se limita al aquí y al ahora. Así que como has leído, estimado amigo, las reflexiones han sido muchas, sin embargo te he querido compartir unas pocas. ¿Y a ti, cómo te ha ido con el encierro, qué cosas has pensado?

¡Hasta el próximo sábado si Dios nos permite!

 

Email: mahergo50@hotmail.com

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